La belleza tiene que ver con la realidad de las cosas, sí; con su ser, pero también con el nuestro, de modo que si queremos aprehender la belleza de la realidad se ha de propiciar simultáneamente una transformación radical de nuestro ser, en el seno de una bidireccionalidad o circularidad felizmente virtuosa, la cual desemboca en nuevas posibilidades existenciales que orientan nuestro vivir hacia la plenitud.
El ser humano no solo madura cognitiva o volitivamente, sino también afectivamente; y este último aspecto, trascendiendo las emociones y los sentimientos al uso, nos invita a introducirnos en unos niveles de afectividad que nos descubren la hondura de nuestro propio ser en una dimensión por lo común desconocida.