Era un burgués de puro, sombrero, espejuelos, casi dos metros de altura y 130 kilos en la romana. Era un esqueje de Churchill y Orson Welles pero en cristiano. Era el polemista necesario para avivar el ingenio de Bernard Shaw. Era esa clase de hombres que estando sin blanca se zampa los chelines que no tiene en una buena comida una hora antes de pedir un adelanto de un libro del que sólo se le ha ocurrido el título, El Napoleón de Notting Hill.