Veo la estampa de Andric y sé que el verdadero escritor está siempre ojo avizor, atesorando los movimientos de la vida, las imágenes que nos revelan. Es al final del mismo relato, el penúltimo de los que componen esa casa aislada, donde encuentro algo que me hace acercarme a Andric como si todavía viviera, y viviera en Madrid, y pudiéramos quedar esta tarde para dar un paseo por algunas salas del Museo del Prado, y luego quedarnos bebiendo hasta muy tarde en alguna taberna de Atocha.